Tengo en torno a doce años. Es
una tienda con una iluminación sencilla; pequeña, rebosante de cartón y papel,
abigarrada, acogedora. Decenas de ilustraciones me observan al entrar, como
cuando el bueno (o el malo) entra en un bar del lejano oeste y el pianista deja
de tocar. Los dragones resoplan volutas de humo con olor a azufre y los héroes
vuelven hacia mí ojos capaces de derretir el metal. Su atención solo dura un
rato, al cabo del cual los hechiceros retoman sus duelos y una compañía de
soldados sigue combatiendo en un futuro donde solo hay guerra. Me interno poco
a poco mirando a todas partes, tratando de asimilar lo que me rodea,
inconsciente de que pasarán más de diez años y seguiré siendo incapaz de
conocer todo cuanto allí habita. Es otro mundo. He abierto la puerta a algo
completamente distinto. Doy una rápida vuelta y me marcho. Una parte de mí,
hecha de curiosidad, se queda para siempre.
Pasan los años. Voy al instituto. Afuera llueve, cosa frecuente, así que estoy deseando entrar; en los auriculares
suena Highway Song, de System of a
Down. Me reciben el calor, el olor a tinta, el hilo musical de un espacio que
se ha convertido en habitual, en una parte de mi rutina, de los planes del fin
de semana. Los personajes que pueblan las estanterías ya no me miran como a un
forastero, sino de otro modo... como a un amigo, sí, pero también como un buen mago
mira a su público entregado, sabiendo que este se muere de ganas por ver qué
nueva sorpresa tiene guardada en la chistera. Alimentándose de su expectación.
El dueño se la tienda me regala su bienvenida. Las decenas de mundos que allí
cohabitan reclaman mi atención con promesas y tentaciones. Me siento como en
una segunda casa.
Pasan los años. Faltan dos meses
de calor pegajoso para que comience un nuevo curso universitario, pero no son
las vacaciones lo que me hace levantarme de un salto por las mañanas: es
situarme detrás del mostrador de ese pequeño refugio lleno de todo cuanto aprecio.
Aconsejo cuando me preguntan. Comparto cuando se presta la oportunidad.
Disfruto cada segundo. Cada mañana llega un cofre del tesoro hecho de cartón y
cubierto de cinta de embalar. Por la puerta entran y salen amigos. Un día de
lluvia torrencial, mi novia llega con los pantalones empapados hasta las
rodillas y una sonrisa. Tengo que contenerme para no saltar por encima del
mostrador y comérmela a besos.
Pasan los años. Regresamos de
Madrid a San Sebastián en tren -cómo no-. Colinas y nubes nos dan la
bienvenida. Discutimos los planes: solo podemos estar unos días, así que hay
que hacer que cada movimiento cuente, que cada visita sea significativa, que cada
hora nos dé todo su jugo. Se trata de priorizar y seleccionar lo
imprescindible. Traer de vuelta nuestros recuerdos. No pasa mucho tiempo hasta
que empezamos a calcular a qué hora podemos estar en Armageddon. Significa más
que una tienda, más que libros y juegos sobre estanterías, más que saludar a un
amigo. Lo que fue un refugio del mundanal ruido es ahora un refugio a salvo del tiempo, que el paso de los meses no osa tocar.
Pasan los años. Desde la pantalla, el Rey Trasgo
clava sus ojillos negros en mí como lo hicieron los dragones y los hechiceros,
los héroes y los soldados, preguntándome con su voz rasposa si estoy a la
altura de narrar la historia que me ha encomendado. Si soy digno. Estoy a punto
de ponerle punto final al manuscrito, de meter mi mensaje en una botella,
tirarla al mal y esperar que llegue a buen puerto. Tengo un correo de Carmen,
mi editora y amiga. Kelonia ha estado poniéndose en contacto con distintas
librerías especializadas para que sean puntos de distribución de la editorial.
Lo abro.
Una confirmación.
Viajo hacia atrás. Pasan los años
como en un viejo
rollo de película hasta devolverme al hoy.
No puedo contenerme. Tampoco quiero. Así que grito de alegría.