Regengrat, por Óscar Pérez. Clic para ampliar
Regengrat se muere.
Se muere porque la idea que la
vio nacer recibió el golpe de gracia hace tiempo, dejando tras de sí una
nación que se pudre como un cuerpo privado del espíritu que lo movía.
Hubo un tiempo... hace tantos
siglos que sus ecos no llegan como voces sino en forma de murmullos tímidos,
gotas que con su repicar discreto narran poemas sobre héroes.
Héroes.
Qué palabra tan bella, ¿no es
así? Abandona la boca de la mano de un único suspiro, como si estuviese pensada
para ser susurrada entre dientes a la vez que se hace acopio de las últimas
fuerzas. Y qué evocadora. Hubo un tiempo en el que se me erizaba el vello
cuando la pronunciaba con el corazón. Ahora... Ahora me saca una sonrisa
nostálgica y una sensación a caballo entre el frío y el calor, como mirar a la mujer amada en el ocaso de la vida.
Los héroes mueren, y Regengrat
con ellos.
Hace siglos, el sur del
continente era de sus actuales pobladores. ¿Que quiénes los hicieron retirarse
hasta las verdes tierras donde aún se refugian? Bueno, pues es una excelente
pregunta. ¿Es posible saber qué perros mordieron y cuáles no después de que una
jauría dé muerte a un venado? No, ¿verdad?
Lo razonable hubiese sido pedir
el socorro de Kara. O imitar las tácticas del enemigo. O abandonar los viejos
juramentos que los ataban a una forma de entender el combate a través de duelos
entre campeones. Hubiese sido lo razonable... Pero buscar razón aquí, bajo las
costillas, es buscar peces en la estepa.
La guerra fue atroz. Se borraron
linajes como si sus blasones fuesen de arena. Podrían haber repudiado de sus
juramentos en decenas de ocasiones, en cientos, pero no lo hicieron. Estúpidos,
testarudos, tercos, antiguos, imbéciles. Malditos sean. Malditos sean...
¿Sabes cómo murió Alric
Tamalhain? Abandonó su formación, compuesta por sus compañeros más próximos, y
se irguió hacia el enemigo, la carne cubierta de pinturas de guerra y una armadura de plata; el último varón de una saga tan antigua como
el continente. Extendió la lanza hacia el comandante enemigo y lo desafió a un
combate singular. El enemigo respondió con una andanada de saetas. Las leyendas
dicen que hicieron falta tres salvas para abatirlo y que, aún con un soplo de
vida, empalado por decenas de astas, llegó a quedar cara a cara frente al
comandante enemigo y reunió aliento para proferir sus últimas palabras.
"Dame mi duelo si te
atreves". Estaba herido en la garganta, en el rostro, en el pecho. No
podía levantar los brazos, siquiera.
Pero solo son leyendas.
Las familias supervivientes se
reunieron para hacer un frente común contra sus muchos invasores. Al principio
eran doce. Ahora quedan cuatro, si no me falla la memoria, y en una de ellas se
rumorea de la reina que es yerma. Todas ellas contemplan los tapices en los que
están grabados sus árboles genealógicos, tan extensos que adornan pasillos
enteros, mientras se preguntan cuánto tiempo les queda.
No tienen ejércitos, solo levas;
no tienen esperanza, solo dolor; no tienen futuro, solo muerte.
Regengrat se muere.
Y yo con ella.
Testamento, autoría
desconocida
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