martes, 16 de abril de 2013

Las tierras del trasgo: Zeridom


Zeridom, por Óscar Perez. Clic para ampliar.

Vlad el Viajero bajó del caballo y dejó que el mozo lo condujese a los establos, no sin un inicial recelo a la hora de entregar las bridas al muchacho: era menudo, con una cara de yeso cuarteado seca como la tierra que pisaba; respiraba deprisa, apresurado, pese a moverse despacio con gestos muy austeros. Se le antojaba un ratón torpe de tan enfermizo, aunque no vio maldad en aquellos ojos que, por algún motivo, imaginaba capaces de ver en la oscuridad.

—¿Qué, qué, qué le trae a Zeridom? —preguntó el mozo, escupiendo la última sílaba como una flema.

—Viajo por el continente —contestó Vlad mientras se quitaba los guantes. Pese a la apariencia mortecina que reinaba en los alrededores, hacía calor en aquel lugar. Un calor muy seco, áspero como una verdad, que le lamía la cara con esparto y le obligaba a multiplicar los parpadeos.

—¡Pues vale! —rezongó el mozo ante la lacónica respuesta. Su caminar era grotesco: avanzaba lento para dar sin previo aviso una sucesión de zancadas desgarbadas, en las que los brazos pendían como pesos muertos y la cabeza yacía laxa sobre un hombro—. ¿Me dará una moneda?

—Si cuando recoja al caballo lo encuentro limpio, te daré una moneda de cobre.

El muchacho volvió la cabeza rápido como un búho. Los labios estaban prietos en la clase de mueca que esbozaría alguien que ha olvidado sonreír.

—¡Gracias, señor! —Y se alejó a trompicones entre las cuadras.

Vlad el Viajero no tardó en reparar en el silencio. Estaba acostumbrado a ser recibido con el estruendo de tenderos y viandantes, pero en aquel lugar podía escuchar con nitidez el trino de los pájaros, el ronco gemido de las ruedas de carro, la canción triste de los bueyes. Las gentes se movían con parsimonia, sumidas en un silencio religioso. No reaccionaban al verle, si es que lo hacían. Apenas cambiaban la trayectoria para esquivarlo. Extrañado e inquieto por aquel comportamiento, optó por alejarse de las calles principales y pasó el día transitando el anillo exterior de la fortaleza, rondando las murallas a paso vivo mientras contemplaba los yermos salpicados de árboles rojos que se extendían a su alrededor.

Cuando cayó el ocaso concluyó que no había visto ni la décima parte de aquel lugar: el castillo era laberíntico, retorcido más allá de la cordura, un caos de escaleras de caracol y galerías de piedra negra. Había pasado ante la misma torre media docena de veces por diferentes caminos: cuando quiso dirigirse hacia ella por una de las rutas que ya había tomado, acabó en un barracón lleno de guardias.

—¿Y la torre? —les preguntó, interrumpiendo su partida de dados.

—Por aquí cerca no hay ninguna torre —dijo uno de ellos sin apartar la mirada de la mesa.

Lo atribuyó a un despiste y siguió pululando tras las almenas.

Cuando el sol apenas era una yema de pulgar, decidió que era un buen momento para recogerse y se encaminó hacia el anillo interior. Dos guardias con armaduras blancas, como de alabastro, le salieron al paso cuando se acercó a uno de los portones que daban acceso a las monstruosas atalayas que se erguían en el centro del castillo. Una de ellas, pulida como una perla, penetraba las nubes hasta perderse tras ellas.

—¿Qué quieres? —preguntó hosco uno de los centinelas. Cuando Vlad el Viajero se llevó la mano al cinto, siguió sus movimientos con un iris lechoso.

—Deseo pasar la noche en el interior del castillo. Estoy recorriendo el continente en una misión de naturaleza especial. Imagino que el sello de este documento suavizará cualquier posible complicación.

El guardia arrebató con rudeza el pergamino y se lo acercó mucho a la cara, como si lo quisiese oler. Tras una lectura diagonal y un vistazo al sello, tomó aire como toro a punto de embestir y miró a Vlad con el desprecio que reservaría para un gusano en la comida.

—No te muevas —dijo antes de desaparecer tras una pequeña portezuela instalada en la propia madera del portón. Vlad aguardó con la sola compañía del otro guardia, al que la caprichosa luz de Zeridom teñía de un violeta muy oscuro. A sus espaldas, las gentes abandonaban las calles con el mismo silencio que les acompañaba al recorrerlas. En el interior de las casas empezaron a nacer destellos ambarinos; no en el castillo, que seguía oscuro como un palacio abandonado.

El guardia regresó pasado un buen rato y le devolvió la misiva con cara de pocos amigos. Su ojo inútil se clavó en el viajero como un puñal de marfil. Habló sereno:

—Dormirás en el castillo, pero con una condición.

—No voy a robar nada, si es lo que les preocupa.

—Tienes cara de saber lo que te conviene, así que sabemos que no lo harás. —El guardia alzó la mandíbula, camuflando sus facciones bajo la incipiente oscuridad—. Pero obedecerás en lo siguiente: mientras haya noche, no saldrás de tu dormitorio.

—¿Perdón? —preguntó Vlad, casi divertido.

—Me has oído perfectamente y alguien estúpido no tendría un sello como el que portas. Así que haz lo que te he dicho: si en el cielo ves estrellas, permanecerás en la habitación. —Hizo una pausa—. Y si no sales de la cama, todavía mejor.

—¿Todavía mejor?

—Para ti y para todos.

—Ridículo —cogió sus bártulos y se dispuso a pasar entre los dos guardias. Estaba a la altura de ambos cuando sintió una mano en el hombro, pesada y con un apestoso olor a cuero.

—No te lo diré otra vez. No salgas de la habitación.

Vlad no se molestó en volverse. Si lo hubiese hecho, la experiencia le hubiese advertido que aquel hombre solo quería protegerlo.


Austera y triste como el funeral de un campesino, con dos velas gruesas escoltando un catre viejo, la estancia era poco mejor que un establo, pero Vlad había pernoctado en lugares mucho peores —como nidos de draco o en un rebaño de carneros—, de modo que asintió satisfecho mientras tiraba el petate a un rincón, antes de encender las velas con lumbre robada de una antorcha y echarse sobre el camastro. A través de la ventana solo se veía un tapete de oscuridad en el que candiles y estrellas brillaban como dos reinos, ámbar y plata, separados por una frontera invisible. Quería repasar los acontecimientos del día, pero el sueño le traicionó durante un parpadeo lento y lo arrastró consigo.

Despertó al notar algo en los labios.

Se desperezó plácido y se puso en pie. Fuera, el reino plateado de las estrellas se erigía ya como soberano único de la noche; a su alrededor, las velas aún encendidas sangraban cera, reducidas a una fracción de su tamaño original. Vlad se tanteó los labios, donde aún flotaba un cosquilleo húmedo con sabor propio.

No había nadie en la habitación. ¿Cómo podía, entonces, estar tan seguro de que le habían besado?

La puerta estaba cerrada, tal como la dejó, pero de algún modo le invitaba a salir.

«Habladurías de aldeano», pensó al evocar la advertencia. Abrió la puerta y se adentró en el pasillo.

La vio acercase por el extremo izquierdo, alertado por el ruido de sus pies desnudos sobre la piedra. Avanzaba hacia él despacio, felina, cruzando una pierna ante la otra hasta ocultar la anterior, bamboleando las caderas. Su piel era seda ebúrnea y su pecho, una invitación al paraíso de areolas rosadas.

—¿Necesita…? —preguntó Vlad mientras la mujer extendía los brazos hacia él—. ¿Necesita… ayuda?

Cuando quedó a poca distancia, dos ojos grises le encadenaron a una mirada de ofidio de la que no se pudo liberar hasta que sintió carne deslizándose a su espalda.

Echó la mirada a un lado: una mano de dama vieja, lechosa y huesuda, invadía su pecho desde los hombros. Sintió aliento en la yugular antes de que unos labios privados de calor empezasen a explorar, despacio, sus trapecios. Se volvió. A sus espaldas, la mirada metálica de una anciana desnuda.

Vlad dio un grito a la vez que se zafaba de aquel cabello enmarañado cual zarzal, de ese rostro cuya piel colgaba como lo haría una máscara mal colocada, de la carne fláccida que había estado en contacto con su cuerpo. Sin perder de vista a ambas mujeres, retrocedió hacia la puerta de su habitación. Temía que le siguiesen, pero pronto comprobó que su miedo era infundado: cada una iba al encuentro de la otra. La dama vieja se había entretenido con él porque estaba en su camino; una vez apartado, prosiguió su trayecto hacia la joven.

Cuando se encontraron, la doncella y la anciana se abrazaron como amantes. Vlad cruzó el umbral cuando habían empezado a besarse con los ojos muy, muy abiertos.

El ruido de sus jadeos le impidió oír la respiración fatigada del viejo que se sentaba sobre el camastro. Solo reparó en él cuando habló.

—¿Dónde está mi reino? —preguntó con una voz quejosa que arrancó otro grito de Vlad—. Se extendía hasta allí, hasta la Cresta de Wyverna. ¿Y mi reino? ¿Qué han hecho con mi reino?

El anciano, pese a su aspecto mustio, lucía una porte noble que el tiempo no había conseguido resquebrajar: una mano sobre la otra, la cabeza alta, la espalda erguida al final de una melena del color de las estrellas. El perfil anguloso añadía personalidad a una voz galante, como en permanente cortejo, y mientras se ponía en pie su túnica granate parecía miel derramándose lenta. Descalzo, dio dos pasos hasta la ventana y miró por ella.

—Lo llamaban “El Reino en el Fin del Mundo”. Un único castillo que atalaya Galaria y el continente. Una aguja que vigila el cielo. Los ejércitos de blanco llevaban gloria en sus estandartes. Dime, desconocido, ¿dónde está mi reino?

—No sé de qué me habla —contestó Vlad, que notaba enfriarse la cortina de sudor que le empapaba la espada.

—Allí —extendió un dedo huesudo—. Debería estar allí. Pero no está. Se lo han llevado. ¿Y mi reino? Lo que con sangre se tomó, con sangre ha de perderse. ¿Cuántos muertos…?

—No sé de qué me habla —repitió Vlad, sintiéndose un idiota al balbucear las palabras. No era capaz de decir nada más.

El anciano caminó hacia el viajero. Vlad observó, para su horror, que dejaba un rastro carmesí a su paso, como si la túnica se deshiciese tras de sí. Cuando colocó sus manos sobre él, no fue capaz de moverse.

—Nos mintieron —dijo mientras le sacudía de los hombros con vigor—. Nos dijeron que eran leyendas, pero existen. Yo no los he visto, ¡pero ellos sí! ¡Me hablaron de ellos! Me dijeron que un día los vería, pero no regresaron, ¡nosotros les asustamos! —continuó, cada vez más alterado—. ¡Les asustamos con nuestra brutalidad, nuestro salvajismo! ¿Y mi reino?

—Le juro que no sé de qué me habla. Por favor, márchese —rogó Vlad—. No volveré a salir de la habitación. Haré lo que me digan. Pero por favor, váyase.

—¡No los veré jamás! —aulló—. ¡Ellos tenían la respuesta, tenían todas las respuestas! Juraron amistad conmigo, Aeduard de Zeridom, ¡pero ya no queda nada! ¡Han desaparecido! —Los ojos amenazaban con desgarrar los párpados. La boca se abría cada vez más con cada grito, hasta que los labios quedaron a un palmo de distancia. Las mejillas se hundían como arena—. ¡Se han ido! ¡No volverán jamás! ¡Ha’krun! ¡Gildah he’then, ha’krun! ¡He’then e Zeridom! ¡He’then e dom a fer! ¡Ha’krun!

La mandíbula se habría convertido ya en las fauces de una criatura sin nombre. Vlad las vio abalanzarse sobre él antes de que todo quedase oscuro.

Le despertó el cantar del gallo. Todo a su alrededor estaba tal y como lo recordaba salvo las velas, que se habían consumido por completo. Cuando se incorporó, notó el abrazo pegajoso del sudor que le cubría todo el cuerpo. Inmediatamente se palpó el cuello en busca de una herida que no encontró y miró por la ventana para ver amanecer sobre el laberíntico castillo de Zeridom. Las proporciones de aquel lugar, su demencial estructura, le hicieron quedar inmóvil y en silencio hasta que el sol terminó de asomar tras las montañas, desterrando las sombras.

—Malditas pesadillas… —murmuró Vlad para convencerse a sí mismo. No lo consiguió.

Al abandonar el lugar, se topó con el guardia que le advirtió. A este no le hizo falta preguntar: el gesto del viajero le dijo todo cuando necesitaba. Vlad, orgulloso, siguió caminando sin decir nada hasta que un nombre vibró en su memoria.

—Por cierto —dijo a la vez que se detenía en seco—. ¿Le suena el nombre de Aeduard?, ¿Aeduard de Zeridom?

El guardia arqueó una ceja.

—Fue nuestro rey hace casi cinco siglos. ¿Por qué lo pregunta?

—Curiosidad —contestó Vlad en voz baja.

Hizo un esfuerzo por traer a su memoria las palabras del anciano, pero fue en vano. Resignado a su suerte, con el miedo derritiéndose bajo el alba como nieve seca, caminó entre la gente silenciosa, entre los muros interminables, con una moneda de cobre bailando entre los dedos por si el mozo había cepillado bien al caballo.

viernes, 12 de abril de 2013

Un cuento de gatos

Los gatos son más pragmáticos y menos moralistas que los seres humanos. Mucho más pragmáticos y mucho menos moralistas.

Por ejemplo, no tienen Cielo e Infierno, sino algo completamente distinto. Los gatos no se molestan en dirimir quién ha sido bueno y quién ha sido malo, en despejar las zonas de gris y en aclarar malentendidos. Total, el gato muerto, muerto está, ¿o no? Recordarle sus trastadas –de las que posiblemente no se arrepienta– o alabarle las buenas acciones –cuando no le hace falta que les doren el ego– es una pérdida de tiempo absoluta, y el tiempo es algo valioso que ha de invertirse de forma juiciosa en arañar sofás y echar una carrera por la noche.

Así que en vez de tener un Cielo y un Infierno para gente buena y mala (¿qué es la gente buena, de todos modos?, ¿y la mala?, ¿no os entra una voraz hambre de atún solo de pensar en ello?), tienen un lugar para gatos interesantes y otro para gatos aburridos. Los gatos aburridos no quieren estar con los interesantes: los encuentran hoscos, marrulleros, groseros, pendencieros, sucios, molestos y taciturnos. Así que se juntan entre ellos, se hacen una enorme bola y se echan a dormir en un lugar donde la luz siempre luce los colores tibios del atardecer.

Los gatos interesantes, en cambio, son aquellos que han vivido vidas intensas y están deseando contarlas. Son una colección de historias guardadas en cicatrices, de enfermedades que nunca terminaron de sanar; un catálogo de orejas caídas, de bigotes impares, de uñas rotas, de capones gratuitos al ver pasar a alguien solo para comprobar cómo reacciona. Es un lugar ruidoso, caótico, donde no es infrecuente encontrar un gato caminando en vertical por una pared invisible. ¿Qué pasa? Nadie le dijo que no pudiese hacerlo. Y si se lo hubiese dicho, no le hubiese hecho el menor caso. Uno no se vuelve interesante haciendo lo que le mandan.

Hoy el Más Allá de los gatos interesantes tiene un nuevo vecino. ¿Le veis? Acaba de llegar y ya tiene un corro de gatitos alrededor dispuestos a escucharle.

Ah, claro, ¿no lo había dicho ya? Los gatitos van con los gatos interesantes. Los humanos, que inventan cosas muy buenas –como las mantas– pero a veces demuestran ser idiotas, mandan a sus cachorros a un purgatorio donde nunca pasa nada. Los gatitos van con los gatos cargados de historias, para que puedan aprender en la muerte lo que no tuvieron oportunidad de descubrir en vida.

El nuevo gato tiene nombre de boxeador y una cicatriz que le tuerce la oreja y le derrama un párpado sobre el ojo, dándole el aspecto de aquellos actores duros de los años 50 que desaparecieron con los años para no regresar jamás. Acaba de llegar y ya se ha metido a los pequeños en el bolsillo.

—¿Cómo te hiciste la cicatriz? —le pregunta una pelusa color tortuga.

—Luchando a zarpa tendida con una wyverna —responde él mientras se pone cómodo en la postura del guardián de Egipto.

—¿Qué es una wyverna? —inquiere una desgarbada bola de pelo canela.

—¿Qué os enseñan aquí? Una wyverna es un dragón sin patas delanteras. Las montan los jinetes de Galaria.

—¡Los jinetes de Galaria! —aúllan las criaturas, sin tener la menor idea de qué significan esas palabras, pero encantados por su sonoridad.

Los gatitos bombardean con preguntas al recién llegado, que está deseando narrarles sus andanzas. Su vida es la de los viejos maestros de artes marciales que, convertidos ya en el cuero del que se hacen las correas, cansados de bregar a diario, optaron por una madurez serena y un retiro dorado. Conoce muchas cosas, algunas de ellas muy personales, pero durante lustros supo mantener el hocico cerrado y ser el perfecto guardián de los secretos.

Nació en la calle, en una camada multicolor, y aprendió. ¡Vaya si aprendió! A discernir quién es tu amigo y quién solo lo parece, a no cruzar la carretera cuando la luz grande está en verde, a enseñar los colmillos pocas veces y a utilizarlos cuando hace falta, a buscar los bocados más tiernos y más recientes de la basura. Pero cuando concluyó que ya no tenía edad para según qué trotes, siguió a una mujer en la que olió amor.

Hablando de lo cual, los gatos se sorprenden mucho cuando descubren que los humanos no pueden oler el amor. Se mueren de pereza solo de pensar en todas las cosas que tienen que hacer para descubrirlo: que si cenas, que si miradas, que si roces, que si toma, que si daca… ¡Un aburrimiento! Y a veces lo que parece amor no lo es, o lo que parece amistad es en realidad amor, ¡y ellos sin saberlo! ¡Todo por no poder olerlo!

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —maúlla una gatita que no había prestado atención. De haber crecido, hubiese tenido locos a todos los gatos del barrio con su manto de vainilla.

—Tuve que proteger a una dama de una jauría de rufianes que la perseguía. Cuando hube derrotado a todos sus miembros, el líder se abrió paso entre ellos y me retó a un combate singular. —Hace una estudiada pausa para añadir dramatismo—. Habéis oído la leyenda del gato que derrotó a un mastín del Cáucaso, ¿verdad?

Los gatitos chillan con deleite, aunque ninguno ha oído la historia y la mitad no sabe qué es un mastín del Cáucaso.

El caso es que olió amor y le siguió. La mujer lo acogió con mucho cariño, pero le llevó con una persona que le pinchó con una aguja en la pata y le metió un termómetro por el culo. «¡Es el precio de una etapa tranquila!», pensó con resignación. Esa persona le dijo a la mujer y a su marido que tenía una enfermedad de la que no se curaría jamás y que acabaría llevándole a la muerte. «Se llama vida, imbécil», le dijo con un maullido, pero nadie le entendió y le rascaron detrás de las orejas.

Su madurez fue relajada, tranquila y reflexiva. Pasaron años hasta que por la puerta de la buhardilla asomaron dos personas nuevas. Ella era guapísima. Él era… Bueno, él parecía muy simpático.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —pregunta un gatito que se acaba de incorporar a la conversación.

—Peleando contra el campeón del mundo de los pesos pesados, para saldar una cuenta con la mafia —responde.

—¿Y ganaste? —Las orejas del pequeño que lo pregunta están tan erguidas que parecen a punto de salir disparadas de la cabeza.

—No gané, pero vencí —contesta sereno.

Su senectud fue plácida y divertida. Tiró botes de pintura acrílica y derramó recipientes donde se aguaban las acuarelas; pisó el mapa de un mundo que no existe y durmió sobre sudaderas con esqueletos pintados en ellas; oyó hablar de gorilas imaginarios, de juegos, de proyectos, de miedos, de euforia; vio nacer a un trasgo que deliraba en la cima de una montaña; escuchó las palabras más dulces y sintió los abrazos más cálidos. Recibió la visita de un catálogo de personajes que sería demasiado largo desglosar aquí. Así hasta que, casi por sorpresa, envejeció.

Hay quien dice que los gatos se hacen viejos de un día para otro. Un día están bien y al siguiente dejan de oír. Luego, de ver. Más tarde dejan de comer. Así hasta que se mueren. ¿Sabéis por qué? Es porque deciden que ya han experimentado todo lo que tenían que experimentar. Recordad que son mucho más pragmáticos que los humanos, por lo que no se aferran a la vida: no se empeñan en apurar hasta el último minuto, sino que cuando consideran que ya han tenido suficiente, que ya han visto todo cuanto este mundo les puede ofrecer, se marchan voluntariamente y empiezan a apagarse poco a poco, como una fila de candelabros.

Y eso hizo el gato con nombre de boxeador. Apagarse.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —Esta vez quien habla es un gato entrado en años. Tiene el morro afilado, enormes orejas; el pelo rayado y marrón, corto. No sería nada extraordinario de no ser por un pequeño detalle: huele como ellos. Huele a las mismas personas que le acompañaron en los últimos años de su vida. Huele a té verde y a colonia de limón, a pintura, a cansancio y a esperanza.

A él, decide, no le puede mentir. Se miran a los ojos y sonríen.

—¿Que cómo me hice esta cicatriz? Bueno… —dice mientras le hace un hueco a su lado—. Pues es una historia muy interesante.

Pero la contaremos en otra ocasión.

Descansa, amigo.

martes, 9 de abril de 2013

Entrevistas, exposiciones y tienda de Bárbara Hernández

Hoy os traigo noticias relativa a Bárbara Hernández: artesana, diseñadora gráfica, amiga y portadista de El Rey Trasgo. En primer lugar, si queréis saber un poco más de ella os invito a visitar su página web, a la que accedí ya hace tiempo para informarme un poco más sobre aquella autora que tan amablemente me informó sobre tipografías cuando aún me preguntaba qué aspecto debía tener El Rey Trasgo. Si queréis conocer más  acerca de los primeros pasos de nuestra relación profesional, leed el último ejemplar de la revista Lupus in Fábula. Y si no, leedla igualmente, que lleva un gran trabajo detrás e incluye una entrevista a un servidor y a Bárbara en la que hablamos de muchas y muy divertidas cuestiones.

Lupus in Fabula Nº05
Portada de Bárbara Hernández
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El caso es que Bárbara va a exponer su trabajo del 25 al 27 de abril en la sala "La Pequeña Bety", en los muy emblemáticos bajos de Argüelles -entrada libre-, en la exposición Tintaciones. Ver el resultado del trabajo de Bárbara es una gozada, pero escuchar cómo lo desarrolla es un placer: puedes percibir no solo la pasión desbordante que actúa como combustible, como materia prima de su labor, sino también el profundo conocimiento que guía esa intensidad y la encauza adecuadamente para crear obras tan inspiradoras. Así que si estáis por Madrid, tenéis una cita que no vais a olvidar. Yo estaré de visita los días 25 y 26, ¡pasad y recibiréis un abrazo simultáneo del equipo creativo más c*jonudo del panorama fantástico!


Por último, Bárbara también ha creado una cuenta en Society 6 para vender sus creaciones en muchos y muy distintos formatos. De momento hay material para los amantes de Sandman y su espectacular sirena, ¡hasta el día 14 no tiene gastos de envío, así que aprovechad!
Clic en la imagen para acceder a la tienda

miércoles, 3 de abril de 2013

¿Es la fantasía épica intrínsecamente conservadora?

Esta semana llegué, gracias a la bloguera y reseñista Cristina Jurado, a un breve artículo que se hacía eco de una discusión que ha estado bullendo por Twitter. El debate giraba en torno a una idea: si la fantasía época es intrínsecamente conservadora. Escribo mi opinión como viene siendo habitual en mi, a vuelapluma, sin preocuparme mucho por lo que digo o cómo lo digo. No hablo ex cathedra, no quiero sentar opinión, no quiero escribir una tesina sesuda sobre la cuestión. Hola, me llamo Alberto, he escrito un libro de fantasía con trasgos que sabe a lágrimas y a roca. Y esta es mi opinión. Ante la pregunta, ¿es la fantasía épica intrínsecamente conservadora? Yo respondo...

Respuesta corta: 

Yo creo que no. Puede. En cualquier caso, ¿y qué?

Respuesta larga: 

¿Qué es fantasía épica? Las etiquetas no terminan de convencerme: pese a que trato de conocerlas, siempre acabo hecho un lío con ellas. Cuando hablo de El Rey Trasgo, nunca tengo una respuesta buena: tiene algo de fantasía épica, medio libro podría considerarse alta fantasía y el otro medio tiende más hacia la fantasía oscura... ¿Cómo se supone que lo debo definir? Filias y fobias personales aparte, en primer lugar sería conveniente definir y aclarar qué se entiende por fantasía épica en esta discusión: fantasía épica puede ser la historia de una mujer marginada por su condición de mutante, líder del único partido anarquista de un reino feérico gobernado por un tirano al que derroca haciendo uso de su ingenio de una espada que canta nanas cada vez que derrama sangre.

Lo que quiero decir con ello es que etiquetar un género entero se me antoja inapropiado: en vez de etiquetar al género, habría que etiquetar lo que los autores hacen con ese género. La fantasía épica proporciona al autor infinitas posibilidades, le brinda una constelación de historias a cada cual más delirante que la anterior. Son los autores los que se adentran en el género y eligen voluntariamente circunscribir sus relatos al contexto de fantasía en un contexto europeo, blanco y medieval. El escritor Jesús Cañadas ha manifestado en varias charlas y mesas redondas que le gustaría ver autores más valientes en el género fantástico, que se atreviesen a jugar con el que posiblemente sea el más generoso de los géneros, por dar al autor toda la libertad que este pueda querer para crear universos nuevos y rompedores. Quizá lo más adecuado fuese decir que los autores de fantasía épica son intrínsecamente conservadores, porque el genero no lo es. Tampoco es liberal. La fantasía épica no es ni de un color ni de otro: es un colosal cajón de arena en el que cada uno erige el castillo que más le gusta. Si en la torre más alta quiere poner una cruz, una media luna, una estrella roja o a Espinete, es su elección. 

"Alberto, pedazo de autor hipócrita pero no por ello menos atractivo", estará pensando alguien, "tú mucho hablar, pero luego El Rey Trasgo tiene lugar en un contexto medieval, europeo y blanco". A lo cual yo respondo: efectivamente, ese fue el contexto que elegí. ¿Sabéis por qué? Porque es el que más conozco, en el que me siento más cómodo y por encima de todo, el que se me antojaba más apropiado para la historia que quería contar. Aquí está, en mi opinión, el meollo del asunto: aquello que quieras contar. Si utilizas un contexto medieval para contar una historia sobre la libertad y la amplitud de miras, esta tendrá un cariz más progresista. Si utilizas un contexto medieval para promover el mantenimiento del estatus quo, será más conservadora. Es una observación simplista, pero nunca me definí como un hombre inteligente: lo importante es el fondo, no la forma; el contenido, no el continente. ¿Hubiese cambiado algo el mensaje subyacente de El Rey Trasgo en un contexto tardorromano, africano y negro? ¿La reflexión que se hace en sus páginas -más rica o más pobre, eso lo dejo a la valoración de cada uno- sobre el uso del poder y el coraje individual hubiese tenido un prisma muy distinto en una sociedad comunista, asiática o moderna? Creo que no. El concepto de fantasía épica, que no es ni conservador ni progresista, ni todo lo contrario, me brindaba infinitas posibilidades, pero yo elegí optar por un entorno limitado por una serie de motivos. Así que si hay que tachar de conservador a alguien, apuntad a gente como yo. Pero al género dejádmelo en paz.

Hablando de lo cual, hay naciones en el continente de El Rey Trasgo que no son ni medievales ni blancas: Iza se inspira en la antigua Bactria y Aesil está basada en Sumeria. Ambas naciones ya existen en la primera novela, aunque la acción no transcurre en ellas: aparecerán más adelante. Y os garantizo que el mensaje que quiero transmitir en la segunda parte no entenderá de pieles blancas o marrones.

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Trasfondo, intención y etiquetas. Vale, entonces estamos de acuerdo en que la fantasía épica transcurre, mayoritariamente, en un contexto medieval, europeo y blanco. En semejante trasfondo no es raro encontrar reyes despóticos sedientos de poder, gentes humildes que no piensan en liberarse del yugo que las oprime sino en protegerse de los lobos, caballeros que no utilizan su poder e influencia para cambiar el mundo sino para alimentar su ego a través de gestas y mujeres que aceptan su rol de "madresposa" sin cuestionarse que la vida pueda depararles algo más. Personajes que, bajo nuestro prisma moderno, encarnan los estereotipos más rancios de nuestra historia. ¿Pero queréis saber una cosa? Así eran aquellos tiempos. Los reyes eran violentos y estaban hambrientos de poder, las gentes no se planteaban qué era eso de la libertad individual -no hay que irse al medievo para ello-, los caballeros sabían que si sacudían el tinglado alguien más poderoso se ocuparía de quitarlos de en medio y las mujeres nórdicas disponían de vestidos con tela abotonada en el pecho, para poder descubrir sus senos con más facilidad y dar de mamar cómodamente, ya que se pasaban la práctica totalidad de su vida fértil haciéndolo (curiosidad sacada de La vida cotidiana de los vikingos, de Régis Boyer) porque era lo que se esperaba de ellas. El medievo era un tiempo desagradable, brutal, hostil, clasista, en el que el poder daba la razón. Dibujar un medievo sin fronteras ni prejuicios supondría pintar un retrato irreal, hacer wishful thinking histórico, edulcorar una realidad compleja en su brutalidad para convertirla en utopía.

"Pero Alberto, estúpido odre de pura libido", exclamará alguien, "en eso consiste la fantasía, en crear algo que no existe, o en modificar lo que existió hasta darle una forma completamente distinta". A lo que yo respondo: de acuerdo, si quieres crear una sociedad medieval donde los castillos están gobernados por un sindicato de trabajadores, por poner un ejemplo, ¡hazlo! Pero prepárate para dos cosas: en primer lugar, para cambiarlo todo. El modelo de sociedad, las relaciones entre personajes, el lenguaje, las motivaciones. Si realmente impera un pensamiento distinto, que se deje notar en todos los estratos, en cada detalle. Prepárate para ponerlo todo patas arriba. Para dedicar a la forma tanto tiempo como al fondo.

Pongamos que lo haces. ¡Enhorabuena! Ya tienes tu contexto. Y ahora vienen las malas noticias: todo ese trabajo no será lo que determine la naturaleza conservadora de la novela, sino la historia. Si el mensaje que transmites a través de tu relato es un cliché, un refrito o un alegato a favor del estatus quo -"chica busca chico/chico busca chica", "historia de un viaje a través del continente que sirve como viaje iniciático", "elegido de origen humilde marcado por una profecía asciende al heroísmo"-, tu novela va a tener un espíritu puramente conservador, pese al celofán con la que esté envuelta: un contexto progresista no es más que un escenario de cartón-piedra si la historia que transcurre en él pone de manifiesto el conservadurismo creativo de su autor. Si quieres romper moldes es maravilloso que los rompas en el contexto, pero asegúrate de romperlos también en tu intención, en aquello que quieres contar. Pero no lo hagas para que tu novela sea conservadora o progresista, A o B: hazlo para que sea una buena novela, para que enganche, para que resulte fresca y novedosa, para que destaque en el océano de papel que son las librerías. Hazlo en nombre de la calidad, no de las etiquetas.

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Rebeldes de su tiempo. ¿Sabéis qué tiene gracia? Que pese a transcurrir en contextos EEBBMM (europeos, blancos, medievales), muchos de los personajes más importantes de la fantasía épica son adelantados a su tiempo, hombres admirados e incomprendidos por su amor a la libertad, a vivir su propia vida: son luces de individualismo en un continente ensombrecido por la cerrazón y el conservadurismo más absoluto. ¿Repasamos? Imaginad a estos personajes en el medievo histórico. Geralt de Rivia, aventurero promiscuo que vive su propia vida, con sus propias reglas. Bilbo Bolsón, aventurero perteneciente a una suerte de comuna hippie, aficionado a las drogas naturales y la buena mesa, erudito y curioso. Elric de Melnibone, rey que en vez de quedarse en sus tierras a gobernar con puño de hierro se lanza a la aventura en solitario no en nombre de una religión o una causa, sino por su propia sed de aventuras. No sé a vosotros, pero a mí estos protagonistas, que son los que llevan la historia a cuestas, no me parecen conservadores, ni bajo el prisma actual ni muchísimo menos bajo el prisma medieval. Todo lo contrario, más bien. Me parecen inconformistas, rebeldes, personajes con ideas impropias de su tiempo. Hasta Sauron, Señor Oscuro en su Trono Oscuro, ha creado una sociedad en la que conviven en armonía orcos, trolls, magos caídos en desgracia y antiguos reyes humanos muertos hace tiempo.

Comentarios divertidos aparte, mi consejo es el siguiente: no os fijéis tanto en si cada raza tiene su reino -lo cual puede entenderse como un alegato del segregacionismo- o si cada reino tiene su rey, con su corona de brillantes: fijaos en los personajes principales, en qué nos quiere decir el autor con ellos, en qué los motiva, en qué medida se liberan o diferencian de las ataduras del mundo en el que viven y hasta qué punto lo cambian con sus actos, con sus palabras, con su mera existencia. Si la vida de estos protagonistas es un canto a la libertad en un mundo de cadenas, ¿qué pesa más en la naturaleza de la novela, ese mensaje que el autor transmite a través del personaje, o el contexto en el que lo ubica? Yo lo tengo claro.

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A modo de resumen. Sí, los autores de fantasía épica escogen en su mayoría un contexto EBM para narrar sus historias, pero estas no suelen tratar sobre conservadurismo, sino sobre ideas que se me antojan lo opuesto a este principio. Los protagonistas quizá no enarbolen ninguna bandera o se erijan en defensores de un credo, pero lo pretendan o no, cambian el mundo movidos por su espíritu aventurero, cuando no justiciero. Y ahí es, en mi opinión, donde radica el espíritu de una novela y su naturaleza.

O algo.