Zeridom, por Óscar Perez. Clic para ampliar.
Vlad el Viajero bajó
del caballo y dejó que el mozo lo condujese a los establos, no sin un inicial
recelo a la hora de entregar las bridas al muchacho: era menudo, con una cara
de yeso cuarteado seca como la tierra que pisaba; respiraba deprisa,
apresurado, pese a moverse despacio con gestos muy austeros. Se le antojaba un
ratón torpe de tan enfermizo, aunque no vio maldad en aquellos ojos que, por
algún motivo, imaginaba capaces de ver en la oscuridad.
—¿Qué, qué, qué le
trae a Zeridom? —preguntó el mozo, escupiendo la última sílaba como una flema.
—Viajo por el
continente —contestó Vlad mientras se quitaba los guantes. Pese a la apariencia
mortecina que reinaba en los alrededores, hacía calor en aquel lugar. Un calor
muy seco, áspero como una verdad, que le lamía la cara con esparto y le
obligaba a multiplicar los parpadeos.
—¡Pues vale! —rezongó
el mozo ante la lacónica respuesta. Su caminar era grotesco: avanzaba lento
para dar sin previo aviso una sucesión de zancadas desgarbadas, en las que los
brazos pendían como pesos muertos y la cabeza yacía laxa sobre un hombro—. ¿Me
dará una moneda?
—Si cuando recoja al
caballo lo encuentro limpio, te daré una moneda de cobre.
El muchacho volvió la
cabeza rápido como un búho. Los labios estaban prietos en la clase de mueca que
esbozaría alguien que ha olvidado sonreír.
—¡Gracias, señor! —Y se
alejó a trompicones entre las cuadras.
Vlad el Viajero no
tardó en reparar en el silencio. Estaba acostumbrado a ser recibido con el
estruendo de tenderos y viandantes, pero en aquel lugar podía escuchar con
nitidez el trino de los pájaros, el ronco gemido de las ruedas de carro, la
canción triste de los bueyes. Las gentes se movían con parsimonia, sumidas en
un silencio religioso. No reaccionaban al verle, si es que lo hacían. Apenas cambiaban la
trayectoria para esquivarlo. Extrañado e inquieto por aquel comportamiento,
optó por alejarse de las calles principales y pasó el día transitando el anillo
exterior de la fortaleza, rondando las murallas a paso vivo mientras
contemplaba los yermos salpicados de árboles rojos que se extendían a su
alrededor.
Cuando cayó el ocaso
concluyó que no había visto ni la décima parte de aquel lugar: el castillo era
laberíntico, retorcido más allá de la cordura, un caos de escaleras de caracol
y galerías de piedra negra. Había pasado ante la misma torre media docena de veces
por diferentes caminos: cuando quiso dirigirse hacia ella por una de las rutas
que ya había tomado, acabó en un barracón lleno de guardias.
—¿Y la torre? —les
preguntó, interrumpiendo su partida de dados.
—Por aquí cerca no hay
ninguna torre —dijo uno de ellos sin apartar la mirada de la mesa.
Lo atribuyó a un
despiste y siguió pululando tras las almenas.
Cuando el sol apenas
era una yema de pulgar, decidió que era un buen
momento para recogerse y se encaminó hacia el anillo interior. Dos guardias con
armaduras blancas, como de alabastro, le salieron al paso cuando se acercó a
uno de los portones que daban acceso a las monstruosas atalayas que se erguían
en el centro del castillo. Una de ellas, pulida como una perla, penetraba las
nubes hasta perderse tras ellas.
—¿Qué quieres? —preguntó
hosco uno de los centinelas. Cuando Vlad el Viajero se llevó la mano al cinto,
siguió sus movimientos con un iris lechoso.
—Deseo pasar la noche
en el interior del castillo. Estoy recorriendo el continente en una misión de
naturaleza especial. Imagino que el sello de este documento suavizará cualquier
posible complicación.
El guardia arrebató
con rudeza el pergamino y se lo acercó mucho a la cara, como si lo quisiese
oler. Tras una lectura diagonal y un vistazo al sello, tomó aire como toro a
punto de embestir y miró a Vlad con el desprecio que reservaría para un gusano
en la comida.
—No te muevas —dijo
antes de desaparecer tras una pequeña portezuela instalada en la propia madera
del portón. Vlad aguardó con la sola compañía del otro guardia, al que la
caprichosa luz de Zeridom teñía de un violeta muy oscuro. A sus espaldas, las
gentes abandonaban las calles con el mismo silencio que les acompañaba al
recorrerlas. En el interior de las casas empezaron a nacer destellos ambarinos;
no en el castillo, que seguía oscuro como un palacio abandonado.
El guardia regresó
pasado un buen rato y le devolvió la misiva con cara de pocos amigos. Su ojo
inútil se clavó en el viajero como un puñal de marfil. Habló sereno:
—Dormirás en el
castillo, pero con una condición.
—No voy a robar nada,
si es lo que les preocupa.
—Tienes cara de saber
lo que te conviene, así que sabemos que no lo harás. —El guardia alzó la
mandíbula, camuflando sus facciones bajo la incipiente oscuridad—. Pero
obedecerás en lo siguiente: mientras haya noche, no saldrás de tu dormitorio.
—¿Perdón? —preguntó
Vlad, casi divertido.
—Me has oído
perfectamente y alguien estúpido no tendría un sello como el que portas. Así
que haz lo que te he dicho: si en el cielo ves estrellas, permanecerás en la
habitación. —Hizo una pausa—. Y si no sales de la cama, todavía mejor.
—¿Todavía mejor?
—Para ti y para todos.
—Ridículo —cogió sus bártulos y se dispuso a pasar entre los dos guardias. Estaba a la altura de ambos
cuando sintió una mano en el hombro, pesada y con un apestoso olor a cuero.
—No te lo diré otra
vez. No salgas de la habitación.
Vlad no se molestó en
volverse. Si lo hubiese hecho, la experiencia le hubiese advertido que aquel
hombre solo quería protegerlo.
Austera y triste como
el funeral de un campesino, con dos velas gruesas escoltando un catre viejo, la
estancia era poco mejor que un establo, pero Vlad había pernoctado en
lugares mucho peores —como nidos de draco o en un rebaño de carneros—, de modo
que asintió satisfecho mientras tiraba el petate a un rincón, antes de encender
las velas con lumbre robada de una antorcha y echarse sobre el camastro. A
través de la ventana solo se veía un tapete de oscuridad en el que candiles y
estrellas brillaban como dos reinos, ámbar y plata, separados por una frontera
invisible. Quería repasar los acontecimientos del día, pero el sueño le
traicionó durante un parpadeo lento y lo arrastró consigo.
Despertó al notar algo
en los labios.
Se desperezó plácido y
se puso en pie. Fuera, el reino plateado de las estrellas se erigía ya como
soberano único de la noche; a su alrededor, las velas aún encendidas sangraban
cera, reducidas a una fracción de su tamaño original. Vlad se tanteó los
labios, donde aún flotaba un cosquilleo húmedo con sabor propio.
No había nadie en la
habitación. ¿Cómo podía, entonces, estar tan seguro de que le habían besado?
La puerta estaba
cerrada, tal como la dejó, pero de algún modo le invitaba a salir.
«Habladurías de
aldeano», pensó al evocar la advertencia. Abrió la puerta y se adentró en el pasillo.
La vio acercase por el
extremo izquierdo, alertado por el ruido de sus pies desnudos sobre
la piedra. Avanzaba hacia él despacio, felina, cruzando una pierna ante la otra
hasta ocultar la anterior, bamboleando las caderas. Su piel era seda ebúrnea y
su pecho, una invitación al paraíso de areolas rosadas.
—¿Necesita…? —preguntó
Vlad mientras la mujer extendía los brazos hacia él—. ¿Necesita… ayuda?
Cuando quedó a poca
distancia, dos ojos grises le encadenaron a una mirada de ofidio de la que no
se pudo liberar hasta que sintió carne deslizándose a su espalda.
Echó la mirada a un
lado: una mano de dama vieja, lechosa y huesuda, invadía su pecho desde los
hombros. Sintió aliento en la yugular antes de que unos labios privados de
calor empezasen a explorar, despacio, sus trapecios. Se volvió. A sus espaldas,
la mirada metálica de una anciana desnuda.
Vlad dio un grito a la
vez que se zafaba de aquel cabello enmarañado cual zarzal, de ese rostro cuya
piel colgaba como lo haría una máscara mal colocada, de la carne fláccida que
había estado en contacto con su cuerpo. Sin perder de vista a ambas mujeres,
retrocedió hacia la puerta de su habitación. Temía que le siguiesen, pero
pronto comprobó que su miedo era infundado: cada una iba al encuentro de la
otra. La dama vieja se había entretenido con él porque estaba en su camino; una
vez apartado, prosiguió su trayecto hacia la joven.
Cuando se encontraron,
la doncella y la anciana se abrazaron como amantes. Vlad cruzó el umbral cuando
habían empezado a besarse con los ojos muy, muy abiertos.
El ruido de sus jadeos
le impidió oír la respiración fatigada del viejo que se sentaba sobre el
camastro. Solo reparó en él cuando habló.
—¿Dónde está mi reino?
—preguntó con una voz quejosa que arrancó otro grito de Vlad—. Se extendía
hasta allí, hasta la Cresta de Wyverna. ¿Y mi reino? ¿Qué han
hecho con mi reino?
El anciano, pese a su
aspecto mustio, lucía una porte noble que el tiempo no había conseguido
resquebrajar: una mano sobre la otra, la cabeza alta, la espalda erguida al
final de una melena del color de las estrellas. El perfil anguloso añadía
personalidad a una voz galante, como en permanente cortejo, y mientras se ponía en pie su túnica granate
parecía miel derramándose lenta. Descalzo, dio dos
pasos hasta la ventana y miró por ella.
—Lo llamaban “El Reino
en el Fin del Mundo”. Un único castillo que atalaya Galaria y el continente.
Una aguja que vigila el cielo. Los ejércitos de blanco llevaban gloria en sus
estandartes. Dime, desconocido, ¿dónde está mi reino?
—No sé de qué me habla
—contestó Vlad, que notaba enfriarse la cortina de sudor que le empapaba la
espada.
—Allí —extendió un
dedo huesudo—. Debería estar allí. Pero no está. Se lo han
llevado. ¿Y mi reino? Lo que con sangre se tomó, con sangre ha de perderse.
¿Cuántos muertos…?
—No sé de qué me habla
—repitió Vlad, sintiéndose un idiota al balbucear las palabras. No era capaz de
decir nada más.
El anciano caminó
hacia el viajero. Vlad observó, para su horror, que dejaba un rastro carmesí a
su paso, como si la túnica se deshiciese tras de sí. Cuando colocó sus manos
sobre él, no fue capaz de moverse.
—Nos mintieron —dijo
mientras le sacudía de los hombros con vigor—. Nos dijeron que eran
leyendas, pero existen. Yo no los he visto, ¡pero ellos sí! ¡Me hablaron de
ellos! Me dijeron que un día los vería, pero no regresaron, ¡nosotros les asustamos!
—continuó, cada vez más alterado—. ¡Les asustamos con nuestra brutalidad, nuestro
salvajismo! ¿Y mi reino?
—Le juro que no sé de
qué me habla. Por favor, márchese —rogó Vlad—. No volveré a salir de la
habitación. Haré lo que me digan. Pero por favor, váyase.
—¡No los veré jamás! —aulló—. ¡Ellos tenían la respuesta, tenían todas las respuestas! Juraron amistad
conmigo, Aeduard de Zeridom, ¡pero ya no queda nada! ¡Han desaparecido! —Los
ojos amenazaban con desgarrar los párpados. La boca se abría cada vez
más con cada grito, hasta que los labios quedaron a un palmo de distancia. Las
mejillas se hundían como arena—. ¡Se han ido! ¡No volverán jamás! ¡Ha’krun!
¡Gildah he’then, ha’krun! ¡He’then e Zeridom! ¡He’then e dom a fer! ¡Ha’krun!
La mandíbula se habría
convertido ya en las fauces de una criatura sin nombre. Vlad las vio
abalanzarse sobre él antes de que todo quedase oscuro.
Le despertó el cantar
del gallo. Todo a su alrededor estaba tal y como lo recordaba salvo las velas,
que se habían consumido por completo. Cuando se incorporó, notó el abrazo
pegajoso del sudor que le cubría todo el cuerpo. Inmediatamente se palpó el
cuello en busca de una herida que no encontró y miró por la ventana para ver
amanecer sobre el laberíntico castillo de Zeridom. Las proporciones de aquel
lugar, su demencial estructura, le hicieron quedar inmóvil y en silencio hasta
que el sol terminó de asomar tras las montañas, desterrando las sombras.
—Malditas pesadillas… —murmuró
Vlad para convencerse a sí mismo. No lo consiguió.
Al abandonar el lugar,
se topó con el guardia que le advirtió. A este no le hizo falta preguntar: el gesto del viajero le dijo todo cuando necesitaba. Vlad, orgulloso, siguió
caminando sin decir nada hasta que un nombre vibró en su memoria.
—Por cierto —dijo a la
vez que se detenía en seco—. ¿Le suena el nombre de Aeduard?, ¿Aeduard de
Zeridom?
El guardia arqueó una
ceja.
—Fue nuestro rey hace
casi cinco siglos. ¿Por qué lo pregunta?
—Curiosidad —contestó
Vlad en voz baja.
Hizo un esfuerzo por
traer a su memoria las palabras del anciano, pero fue en vano. Resignado a su suerte,
con el miedo derritiéndose bajo el alba como nieve seca, caminó entre la gente
silenciosa, entre los muros interminables, con una moneda de cobre bailando entre los dedos por si el mozo había cepillado bien al caballo.
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